miércoles, 2 de diciembre de 2009

Casaquearte.


La tarde se hastiaba entre la puerta que da a la calle y la manecilla del reloj que había heredado de la abuelilla. La cocina tenía solo un aguacate que parecía ser alabado por un grupo de mosquitos y una bolsa de Wendy's hecha una bola custodiada por un ejército de hormigas.
La casa parecía abandonada, nadie había estado ahí en quince días, habíamos vuelto de el entierro de la tía Lala, que se había celebrado a ocho abordajes en camión, cuatro días de rezo en un pueblo rodeado de volcanes que hacía temblar las casas por lo menos dos veces por semana.

Sabía que había sido un error haber llevado mis zapatos de diseñador al descubrir que lo más trendy con lo que me pude topar fue una pasarela hecha de tierra y piedrín.

Un destello me despertó en el camión de regreso a casa, era el reloj de mi hermana que apuntaba directamente a mi cara, estaba recostada sobre mi, su saliva goteaba en mi mejilla, dormía con mucha dificultad, el camión se contoneaba de lado a lado, el conductor era un macho, le colgaban cadenas de oro brasileño del cuello, ostentaba una camisa más grande que su cuerpo entero y en el costado tenía un tatuaje que decía, "Madre, perdóname por mi vida loca".
El cansancio me había comenzado a absorber, en todo el camino solo había podido morder una cáscara de manzana para entretenerme. 

En casa, y ahora, con la oportunidad de pensar de nuevo en mí, me di cuenta que si quería que hubiera gente en mi entierro, iba a necesitar casaca, mucha casaca. 

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